lunes, 22 de febrero de 2010

Lecturas recomendadas

Novedades editoriales, febrero 2010:

Postmortem Report: Cultural Examinations from Postmodernity (Informe de Autopsia: Examenes Culturales desde la Postmodernidad).

Colección de ensayos del diplomático croata Tomislav Sunic aparecidos en diversas publicaciones de la esfera de la Nouvelle Droite y el paleoconservadurismo estadounidense. Con un prólogo a cargo del psicólogo e investigador Kevin MacDonald (autor de, entre otros libros, The Culture of Critique (La Cultura de la Crítica), que se puede leer íntegramente en inglés aquí), el volumen compilatorio acaba de ser editado por Wermod & Wermod. Sunic es también autor de Homo Americanus. Hijo de la Era Postmoderna, recientemente editado en español por Ediciones Nueva República.


Más allá de la derecha y de la izquierda. El pensamiento político que rompe esquemas.

Antología de textos de Alain de Benoist a cargo de Javier Ruiz Portella. De Benoist, fundador del Groupement de recherche et d'études pour la civilisation européenne (GRECE), es uno de los intelectuales más conocidos tanto en Francia como en Europa. Autor de una vasta obra traducida en múltiples idiomas, es editor en Francia de revistas como Éléments, Nouvelle École y Krisis. Ha recibido diversos premios y galardones, participando habitualmente en debates y seminarios.

En Más allá de la derecha y de la izquierda, al tiempo que efectúa una "impugnación a la totalidad" del mundo en que vivimos, salta por encima de la derecha y de la izquierda, nos libera de su corsé. ¿Por qué? Porque tanto la derecha como la izquierda comparten, desde enfoques enfrentados, esta misma visión del mundo: lo esencial no es ni nuestro destino colectivo, ni las cosas de la cultura o del espíritu, ni el sentido, en suma, de la vida y de la muerte.

Un nuevo título de Ediciones Áltera, que en 2005 publicó Comunismo y nazismo: 25 reflexiones sobre el totalitarismo en el siglo XX (1917-1989), donde de Benoist exponía las identidades entre ambos movimientos políticos. El libro fue elogiado en publicaciones como El Mundo y Libertad Digital.

En la red:

Alfred Baeumler on Hölderlin and the Greeks: Reflections on the Heidegger-Baeumler Relationship (Alfred Baeumler sobre Hölderlin y los Griegos: Reflexiones acerca de la Relación Heidegger-Baeumler), un interesante texto de Frank H.W. Edler. Considerando la escasa bibliografía fuera de la lengua alemana acerca del filósofo Alfred Baeumler, este ensayo en tres partes (la cuarta y final aún no ha sido publicada) trata sobre las ideas de este controversial pensador afín al Tercer Reich y una de las autoridades sobre Nietzsche en su tiempo, así como su relación profesional y de amistad con Martin Heidegger. Aquí, las partes uno, dos y tres.

The Myth of Racial Discrimination in Pay in the United States (El Mito de la Discriminación Racial en la Paga en Estados Unidos), estudio del académico del London School of Economics Satoshi Kanazawa, en que analiza las cifras de ingresos de la población estadounidense en el último cuarto de siglo. Kanazawa (aquí su página personal) ha realizado numerosos estudios acerca del impacto del coeficiente intelectual en los valores políticos y religiosos así como el desarrollo económico de las naciones, en la línea de los trabajos de Richard Lynn y Tatu Vanhanen, IQ and the Wealth of Nations (2002, El CI y la Riqueza de las Naciones) y IQ and Global Inequality (2006, EL CI y la Desigualdad Global). Kanazawa es asimismo el principal exponente del Principio de la Sabana, que argumenta que el desarrollo evolutivo del hombre moldeó a la naturaleza humana para un entorno drásticamente distinto al de la sociedad industrial, lo que también explicaría las diferencias cognitivas entre distintas poblaciones.

sábado, 20 de febrero de 2010

La sombra del mal en Ernst Jünger y Miguel Delibes, por Vintila Horia


De dónde viene esto, cómo ha ocurrido, hasta dónde puede extenderse su hechizo. Todos lo vemos o lo intuimos de alguna manera, pero no basta leer libros o asistir a películas -que lo ponen en evidencia. Habría que actuar, intervenir, pasar de la constatación a la resistencia. Y ni siquiera esto bastaría en el momento amenazador en que nos encontramos. Habría que reconocer y definir abiertamente el mal y acabar con él. Al mismo tiempo, cada uno de nosotros, y de un modo más o menos comprometido, está implicado en el mal, gozando de sus favores, para vivir y hacer vivir. Aun cuando lo reconocemos y estamos de acuerdo con los escritores que lo delatan, algo nos impide protestar, nuestro mismo beneficio cotidiano, nuestra relación con su magnificencia. «La cuestión es saber si la libertad es aún posible —escribe Jünger—, aunque fuese en un dominio restringido. No es, desde luego, la neutralidad la que la puede conseguir, y menos todavía esta horrorosa ilusión de seguridad que nos permite dictar desde las gradas el comportamiento de los luchadores en el circo

O sea se trata de intervenir, de arriesgarlo todo con el fin de que todo sea salvado.

Lo que nos amenaza es la técnica y lo que ella implica en los campos de la moral, la política, la estética, la convivencia, la filosofía. Y la rebeldía que hoy sacude los fundamentos de nuestro mundo tiene que ver con este mal, al que llamo el mayor porque no conozco otro mejor situado para sobrepasarlo en cuanto eficacia. Ya no nos interesa de dónde proviene y cuáles son sus raíces. Estamos muy asustados con sus efectos, y buscar sus causas nos parece un menester de lujo, digno de la paz sin fallos de otros tiempos. Sin embargo hay un momento clave, un episodio que marca el fin de una época dominada por lo natural —tradiciones, espiritualidad, relaciones amistosas con la naturaleza, dignidad de comportamiento humano, moral de caballeros, decencia, en contra de los instintos—, episodio desde el cual se produce el salto en el mal. Este momento es, según Ernst Jünger, la Primera Guerra Mundial, cuando el material, obra de la técnica, desplazó al hombre y se impuso como factor decisivo en los campos de batalla de Europa, luego del mundo, luego en todos los campos de la vida. Fue así como el hombre occidental universaliza su civilización a través de la técnica, lo que es una victoria y una derrota a la vez.

Este proceso, definido desde un punto de vista moral, ha sido proclamado como una «caída de los valores», o desvalorización de los valores supremos, entre los cuales, por supuesto, los cristianos. Nietzsche fue su primer observador y logró realizar en su propia vida y en su obra lo que Husserl llamaba una reducción o epoché. En el sentido de que, al proclamarse en un primer tiempo «el nihilista integral de Europa», logró poner entre paréntesis el nihilismo, lo dejó atrás como él mismo solía decirlo, y pasó a otra actitud o a otro estadio, superior, y que es algo opuesto, precisamente, al nihilismo. Desde el punto de vista de la psicología profunda, esta evolución podría llamarse un proceso de individuación. Pero tal proceso, o tal reducción eidética, no se realizó hasta ahora más que en el espíritu de algunas mentes privilegiadas, despertadas por los gritos de Nietzsche. Las masas viven en este momento, en pleno, la tragedia del nihilismo anunciada por el autor de La voluntad del poder. Aun los que, como los jóvenes, se rebelan contra la técnica caen en la descomposición del nihilismo, ya que lo que piden y anhelan no representa sino una etapa más avanzada aún en el camino del nihilismo o de la desvalorización de los valores supremos. Esta exacerbación de un proceso de por sí aniquilador constituye el drama más atroz de una generación anhelando una libertad vacía, introducción a la falta absoluta de libertad.

Todo esto ha sido intuido y descrito por algunos novelistas anunciadores, como lo fueron Kafka, Hermann Broch en sus Sonámbulos o en sus ensayos, Roberto Musil en su Hombre sin atributos, Rilke en su poesía o Thomas Mann. Pero fue Jünger quien lo ha plasmado de una manera completa, en cuanto pensador, en su ensayo El obrero, publicado en 1931, y en el ciclo Sobre el hombre y el tiempo, o bien en sus novelas.

En opinión de Jünger, escritor que representa, mejor que otros, el afán de hacer ver y comprender lo que sucede en el mundo y su porqué, y también de indicar un camino de redención, hay unos poderes que acentúan la obra del nihilismo, desvalorizándolo todo con el fin de poder reinar sobre una sociedad de individuos que han dejado de ser personas, como decía Maritain, y estos poderes son hoy lo político, bajo todos los matices, y la técnica. Y hay, por el otro lado, una serie de principios resistenciales, que Jünger expone en su pequeño Tratado del rebelde y también en Por encima de la línea, que indican la manera más eficaz de conservar la libertad en medio de unos tiempos revueltos, como diría Toynbee, ni primeros ni últimos en la historia de la humanidad. Tanatos y Eros son los elementos que nos ayudan en contra de las tiranías de la técnica o de lo político. «Hoy, igual que en todos los tiempos, los que no temen a la muerte son infinitamente superiores a los más grandes de los poderes temporales.» De aquí la necesidad, para estos poderes, de destruir las religiones, de infundir el miedo inmediato. Si el hombre se cura del terror, el régimen está perdido. Y hay regiones en la tierra, escribe Jünger, en las que «la palabra metafísica es perseguida como una herejía». Quien posee una metafísica, opuesta al positivismo, al llamado realismo de los poderes constituidos, quien logra no temer a la muerte, basado en una metafísica, no teme al régimen, es un enemigo invencible, sean estos poderes de tipo político o económico, partidos o sinarquías.

"[N]adie ha escrito hasta ahora la novela de la publicidad (...) basado en el peligro que la misma representa para el género humano, y utilizando la nueva técnica del lenguaje revelador de todos los misterios y de las fuerzas que una palabra representa. Una novela semiológica y epistemológica a la vez, capaz de revelar la otra cara del mal supremo: la conversión del ser humano a la instrumentalidad del consumo, su naufragio y esclavitud por las palabras".

El segundo poder salvador es Eros, ya que igual que en 1984, el amor crea un territorio anímico sobre el cual Leviatán no tiene potestad alguna. De ahí el odio y el afán destructor de la policía, en la obra de Orwell, en contra de los dos enamorados, los últimos de la tierra. Lo mismo sucede en Nosotros, de Zamiatín. Al contrario, según Jünger, el sexo, enemigo del amor, es un aliado eficaz del titanismo contemporáneo, o sea, del amor supremo y resulta tan útil a éste como los derramamientos de sangre. Por el simple motivo de que los instintos no constituyen oposición al mal, sino en cuanto nos llevan a un más allá, en este caso el del amor, única vía hacia la libertad.

El drama queda explícito en la novela Las abejas de cristal. En este libro aparecen los principios expuestos por Jünger en El obrero, comentados por Heidegger, en Sobre la cuestión del Ser. El personaje principal de Jünger es un antiguo oficial de caballería, Ricardo, humillado por la caída de los valores, es decir, por el tránsito registrado por la Historia, desde los tiempos del caballo a los del tanque, desde la guerra aceptable o humana a la guerra de materiales, la guerra técnica, fase última y violenta del mundo oprimido por el mal supremo. El capitán Ricardo evoca los tiempos en que los seres humanos vivían aun los tiempos caballerescos que habían precedido a la técnica y habla de ellos como de algo definitivamente perdido. Es un hombre que ha tenido que seguir, dolorosamente, conscientemente incluso, el itinerario de la caída. Se ha pasado a los tanques no por pasión, sino por necesidad, y ha traicionado unos principios, y seguirá traicionándolos hasta el fin. Porque no tiene fuerzas para rebelarse. Su mujer lo espera en casa y todo el libro se desarrolla en tomo a un encuentro entre el ex capitán sin trabajo y el magnate Zapparoni, amo de una inmensa industria moderna, creadora de sueños y de juguetes capaces de hundir más y más al hombre en el reino de Leviatán. Símbolo perfecto de lo que sucede alrededor nuestro. Zapparoni encargara a Ricardo una sección de sus industrias, y este aceptará, después de una larga discusión, verdadera guerra fría entre el representante de los tiempos humanos y el de la nueva era, la del amo absoluto y de los esclavos deshumanizados. Zapparoni sabía lo que se traía entre manos. «Quería contar con hombres-vapor, de la misma manera en que había contado con caballos-vapor. Quería unidades iguales entre sí, a las que poder subdividir. Para llegar a ello había que suprimir al hombre, como antes el caballo había sido suprimido». Las mismas abejas de cristal, juguetes perfectos que Zapparoni había ideado y construido y que vuelan en el jardín donde se desarrolla la conversación central de la novela, son más eficaces que las naturales. Logran recoger cien veces más miel que las demás, pero dejan las flores sin vida, las destruyen para siempre, imágenes de un mundo técnico, asesino de la naturaleza y, por ende, del ser humano.

Hay, sí, un tono optimista al final del libro. La mujer de Ricardo se llama Teresa, símbolo ella también, como todo en la literatura de Jünger, de algo que trasciende este drama, de algo metafísico y poderoso en sí, capaz de enfrentarse con Zapparoni. Teresa representa el amor, aquella zona sobre la que los poderes temporales no tienen posibilidad de alcance. Es allí donde, probablemente, Ricardo y lo que él representa encontrará cobijo y salvación. Porque, como decía Hólderlin en un poema escrito a principios del siglo pasado, “Allí donde está el peligro, está también la salvación”.

En cambio, no veo luz de esperanza en Parábola del náufrago, de Miguel Delibes, novela de tema inédito en la obra del escritor castellano, una de las más significativas de la novelística española actual. El mal lo ha copado todo y su albedrío es sin límites. Lo humano puede regresar a lo animal, sea bajo el influjo moral de la técnica y de sus amos, sea con la ayuda de los métodos creados a propósito para realizar el regreso. Quien da señales de vida humana, o sea, de personalidad, quien quiere saber el fin o el destino de la empresa —símbolo ésta de la mentalidad técnica que está envolviendo el mundo— esta condenado al aislamiento y esto quiere decir reintegración en el orden natural o antinatural. Uno de los empleados de don Abdón, el amo supremo de la ciudad —una ciudad castellana que tiene aquí valor de alegoría universal—, ha sido condenado a vivir desnudo, atado delante de una casita de perro y, en poco tiempo, ha regresado a la zoología. Incluso acaba como un perro, matado por un hortelano que le dispara un tiro, cuando el ex empleado de don Abdón persigue a una perra y están escañando el sembrado. Y cuando Jacinto San José trata de averiguar lo que pasa en la institución en que trabaja y donde suma cantidades infinitas de números y no sabe lo que representan, el encargado principal le dice: «Ustedes no suman dólares, ni francos suizos, ni kilovatios-hora, ni negros, ni señoritas en camisón (trata de blancas), sino SUMANDOS. Creo que la cosa está clara.» Y, como esto de saber lo que están sumando sería una ofensa para el amo, el encargado «... le amenaza con el puño y brama como un energúmeno: «¿Pretende usted insinuar, Jacinto San José, que don Abdón no es el padre más madre de todos los padres?» Y, puesto que Jacinto se marea al sumar SUMANDOS, lo llevan a un sitio solitario, en la sierra, para descansar y recuperarse. Le enseñan, incluso, a sembrar y cultivar una planta y lo dejan solo entre peñascales en medio del aire puro.


Sólo con el tiempo, cuando las plantas por él sembra­das alrededor de la cabaña, crecen de manera insólita y se transforman en una valla infranqueable, Jacinto se da cuenta de que aquello había sido una trampa. Igual que las abejas de cristal de Jünger, un fragmento de la naturaleza, un trozo sano y útil, ha sido desviado por el mal supremo y encauzado hacia la muerte. Las abejas artificiales sacaban mucha miel, pero mataban a las plantas, la planta de Delibes, instrumento de muerte imaginado por don Abdón, es una guillotina o una silla eléctrica, algo que mata a los empleados demasiado curiosos e independientes. Cuando se da cuenta de que el seto ha crecido y lo ha cercado como una muralla china, ya no hay nada que hacer. Jacinto se empeña en encontrar una salida, emplea el fuego, la violencia, su inteligencia de ser humano razonador e inventivo, su lucha toma el aspecto de una desesperada epopeya, es como un naufrago encerrado en el fondo de un buque destrozado y hundido, que pasa sus últimas horas luchando inútilmente, para salvarse y volver a la superficie. Pero no hay salvación. Más que una. La permitida por don Abdón. El híbrido americano lo ha invadido todo, ha penetrado en la cabaña, sus ramas han atado a Jacinto y le impiden moverse, como si fuesen unos tentáculos que siguen creciendo e invadiendo el mundo. El prisionero empieza a comer los tallos, tiernos de la trepadora. No se mueve, pero ha dejado de sufrir. Come y duerme. Ya no se llama Jacinto, sino jacinto, con minúscula, y cuando aparecen los empleados de don Abdón y lo sacan de entre las ramas, lo liberan, lo pinchan para despertarlo, «jacintosanjosé» es un carnero de simiente.

"Los doctores le abren las piernas ahora y le tocan en sus partes, pero Jacinto no siente el menor pudor, se deja hacer y el doctor de más edad se vuelve hacia Darío Esteban, con una mueca admirativa y le dice:

-¡Caramba! Es un espléndido semental para ovejas de vientre -dice. Luego propina a Jacinto una palmada amistosa en el trasero y añade-: ¡Listo! »

Así termina la aventura del náufrago, o la parábola, como la titula Delibes. Fábula de clara moraleja, integrada en la misma línea pesimista de la literatura de Jünger y de otros escritores utópicos de nuestro siglo. En el fondo Parábola del náufrago es una utopía, igual que Las abejas de cristal, o La rebelión en la granja, de Orwell; Un mundo feliz o 1984. Encontramos la utopía entre los mayores éxitos literarios de nuestro siglo, porque nunca hemos tenido, como hoy, la necesidad de reconocer nuestra situación en un mito universal de fácil entendimiento. La utopía es una síntesis contada para niños mayores y asustados por sus propias obras, aprendices de brujo que no saben parar el proceso de la descomposición, pero quieren comprenderlo hasta en sus últimos detalles filosóficos. Con temor y con placer, aterrorizados y autoaplacándose, los hombres del siglo XX viven como jacinto, aplastados, atados a sus obras que les invaden y sujetan, los devuelven a la zoología, pero ellos saben encontrar en ello un extraño placer. El mal supremo es como el híbrido americano de Delibes, que invade la tierra, la occidentaliza y la universaliza en el mal. Quien quiere saber el porqué de la decadencia y no se limita a sumar SUMANDOS arriesga su vida, de una manera o de otra, está condenado a la animalidad del campo de concentración, a la locura contraida entre los locos de un manicomio, donde se le recluye con el fin de que la condenación tenga algo de sutileza psicológica, pero el fin es el mismo. Campo o manicomio, el condenado acabará convirtiéndose en lo que le rodea, a sumergirse en el ambiente, como Jacinto. Y de esta suerte quedará eliminado. O bien no logrará encontrar trabajo y se morirá al margen de la sociedad. O bien como el capitán Ricardo, aceptará un empleo poco caballeresco y perfeccionará su rebeldía en secreto, al amparo de un gran amor anticonformista, sobre el cual podrá levantarse el mundo de mañana, conservado puro por encima del mal. El rebelde, que lleva consigo la llave de este futuro de libertad, es el que se ha curado del miedo a la muerte y encuentra en «Teresa» la posibilidad metafísica de amar, o sea, de situarse por encima de los instintos zoológicos de la masa, que son el miedo a la muerte y la confusión aniquiladora entre amor y sexo. Es así como el hombre del porvenir vuelve a las raíces de su origen metafísico.

«Desde que unas porciones de nosotros mismos como la voz o el aspecto físico pueden entrar en unos aparatos y salirse de ellos, nosotros gozamos de algunas de las ventajas de la esclavitud antigua, sin los inconvenientes de aquella», escribe Jünger en Las abejas de cristal. Todo el problema del mal supremo está encerrado en estas palabras. Somos, cada vez más, esclavos felices, desprovistos de libertad, pero cubiertos de comodidades. Basta mover los labios y los tiernos tallos de la trepadora están al alcance de nuestro hambre. Sin embargo, al final de este festín está el espectro de la oveja o del perro de Delibes. La técnica y sus amos tienden a metamorfosearnos en vidas sencillas, no individualizadas, con el fin de mejor manejarnos y de hacernos consumir en cantidades cada vez más enormes los productos de sus máquinas. Creo que nadie ha escrito hasta ahora la novela de la publicidad, pero espero que alguien lo haga un día, basado en el peligro que la misma representa para el género humano, y utilizando la nueva técnica del lenguaje revelador de todos los misterios y de las fuerzas que una palabra representa. Una novela semiológica y epistemológica a la vez, capaz de revelar la otra cara del mal supremo: la conversión del ser humano a la instrumentalidad del consumo, su naufragio y esclavitud por las palabras.

Sería, creo, esclarecedor desde muchos puntos de vista establecer lazos de comparación entre Parábola del náufrago y Rayuela, de Julio Cortázar, en la que el hombre se hunde en la nada por no haber sabido transformar su amor en algo metafísico o por haberlo hecho demasiado tarde y haber aceptado, en un París y luego en un Buenos Aires enfocados como máquinas quemadoras de desperdicios humanos, una línea de vida y convivencia instintual, doblegada por las leyes diría publicitarias de un existencialismo mal entendido, laicizado o sartrianizado, que todo lo lleva hacia la muerte. La tragedia de la vida de hoy, situada entre el deseo de rebelarse y la comodidad de dejarse caer en las trampas de don Abdón y de Zapparoni, trampas técnicas, confortables, o bien literarias, políticas y filosóficas, inconfortables pero multicolores y tentadoras, es una tragedia sin solución y la humanidad la vivirá hasta el fondo, hasta alcanzar la orilla de la destrucción definitiva, donde la espera quizá algún mito engendrador de salvaciones.

-Vintila Horia

Vintila Horia, nacido en Rumanía, diplomático en Roma y Viena, fue prisionero en los campos alemanes de Krummhübel y Maria Pfarr hasta su liberación en 1944. Ganó el premio Goncourt en 1960 por su obra Dios ha nacido en el exilio. Novelista y ensayista, fue profesor de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid hasta su incorporación como Catedrático a la Universidad de Alcalá de Henares.

viernes, 19 de febrero de 2010

El capitalismo: ese modo de vida, por Alain de Benoist


Bolstanki y Chiapello definen el capitalismo como «un proceso regido por una norma de acumulación ilimitada de capital». En sentido estricto el capitalismo es, en efecto, un sistema autorreferencial. Este sistema está encaminado a que el dinero produzca siempre más dinero. El beneficio no es sino el medio más eficaz de conseguirlo. La acumulación de bienes materiales y el incremento del poder adquisitivo no son más que las consecuencias. Fundamentalmente, el capitalismo es el sistema que hace del capital un fin en sí mismo, pero en sentido amplio, el capitalismo también es la civilización que hace de los valores económicos, financieros y mercantiles las normas ineludibles de su visión del mundo. Dicho modelo de civilización es el que triunfa en la actualidad.

Los valores de clase han dado lugar a una ideología planetaria: el capitalismo era antes un sistema económico que ha pasado a ser un modo de vida. Ayer algunos pregonaban: «agrupémonos y mañana la Internacional será el género humano». Hoy en día son las multinacionales las que son el género humano. Signo revelador: nunca ha habido tantos gobiernos de izquierda en Europa, y nunca la política económica europea ha estado tan sometida a las leyes del mercado. Ignacio Ramonet escribe: «¿es una casualidad que las democracias, minoritarias en el mundo cuando se esforzaban en yugular a las potencias económicas, se hayan vuelto ampliamente mayoritarias desde el día en que se han puesto a su servicio?».

La doctrina del capitalismo liberal descansa sobre dos creencias fundamentales. La primera de ellas es que los individuos nunca sirven mejor al interés general como cuando intentan maximizar egoístamente sus propios intereses, lo que representa un cambio total, tanto desde el punto de vista moral como desde el político. La segunda es que toda economía de mercado tiende hacia un «orden espontáneo» que corresponde a un equilibrio óptimo (lo que evidentemente no es más que un acto de fe, pues es imposible decir que una situación es absolutamente mejor que otra, si precisamente no existe ninguna otra). Ante tal perspectiva, la sociedad sólo está constituida por átomos individuales que nunca preceden a sus fines. El mercado es percibido como un mecanismo «natural» cuando en realidad es una institución histórica atada a unas prácticas sociales muy precisas.

El capitalismo de mercado se ha impuesto progresivamente, con su sistema de precios fluctuantes que repercuten sobre la producción de bienes, como el sistema de crecimiento y desarrollo más eficaz de la historia. No podemos negar esta eficacia. Además, es evidente que no se puede prescindir del mercado en una economía de especialización e intercambio. Todas las doctrinas que han afirmado lo contrario han fracasado. Su gran error ha sido haber querido derrotar al capitalismo en su propio terreno. Por definición, nada puede ser más eficaz en economía que el sistema económico en el que la eficacia, el resultado calculable y mensurable, constituya el criterio absoluto.

Más que intentar negar la eficacia del sistema capitalista, debemos preguntarnos sobre sus límites y su alcance. Desde el origen, el capitalismo ha manifestado caracteres intrínsecos (primado de la utilidad y de la cantidad, búsqueda del beneficio máximo a cualquier precio, racionalización integral de los comportamientos, legitimación de la búsqueda egoísta del
interés particular, transformación de los deseos humanos en necesidades, tendencia al reconocimiento del mundo como simple fuente de utilidades comercializables, etc.) que, influyendo en la evolución de las costumbres y los espíritus, han ocasionado un grave deterioro de la vida social. No viéndose a sí misma con horizontes de sentido más allá de la producción y el consumo, la sociedad en el capitalismo se vuelve cada vez más opulenta y desesperante: su riqueza material aumenta mientras su vínculo social se empobrece.

Lionel Jospin dice con frecuencia: «sí a la economía de mercado, no a la sociedad de mercado» —es decir, a la sociedad misma concebida de acuerdo al modelo del mercado. La fórmula es excelente, ¿pero tiene sentido aún en una sociedad que, con toda evidencia, es ya administrada como auxiliar del mercado? Y sobre todo, ¿cómo impedir que la primera parte de la fórmula no desemboque mecánicamente en la segunda?

La economía no es un asunto que nos resulte ajeno. Incluso los que la critican están atrapados en ella. La economía nunca puede ser separada de la sociedad global. La diferencia consiste en que anteriormente estaba empotrada en la sociedad global, mientras que hoy día es esta última la que está empotrada en la economía. La evolución de las relaciones entre la política y la economía es significativa a este respecto. No basta con decir que la economía se ha impuesto a lo político relegándolo a un segundo plano o a un rango subalterno. Además, hay que destacar que la economía tiende a remplazar a lo político pasando a ser ella misma el verdadero centro de estrategia y decisión políticas.

No existe alternativa al capitalismo cuando se entra en su sistema de valores. Hacer frente a la tendencia expansiva del mercado, que por definición no conoce límite alguno, no consiste en intentar poner a punto un sistema tan eficaz que a la vez sea «más justo», sino en movilizar todos los medios que permitan restringir la influencia de la esfera mercantil. Medios externos, con la puesta en marcha de una economía plural en la que la lógica mercantil no sea más que un componente, y con el desarrollo de un tercer sector, ni mercantil ni público, en conexión con las actividades cotidianas de los ciudadanos. Más medios externos con medidas concretas como la tasa Tobin, que prevé un tributo del 0,5% sobre la especulación de las divisas. Pero también medios internos con la desmercantilización de las mentalidades, de los imaginarios y de los comportamientos. Se trata, pues, de relativizar en nosotros mismos y hasta en nuestras maneras de ser la parte dada a los valores económicos y mercantiles. En su último libro, De l’inhumanité de la religion, Raoul Vaneigem escribe: «el capitalismo alcanza su estado parasitario cuando el valor de utilización de la mercancía tiende a cero y su valor de intercambio al infinito». En eso estamos.

- Alain de Benoist

Desde hace más de treinta años, Alain de Benoist está efectuando un metódico trabajo de reflexión en el ámbito de las ideas. Escritor, periodista, conferenciante, filósofo, ha publicado más de 50 libros y más de 3 mil artículos, actualmente traducidos a unos quince idiomas.
Sus principales campos son la filosofía política y la historia de las ideas, pero también es autor de numerosas obras sobre arqueología, las tradiciones populares, la historia de las religiones o las ciencias de la vida.

Indiferente a las modas ideológicas, rechazando cualquier forma de intolerancia y de extremismo, Alain de Benoist tampoco cultiva ningún tipo de nostalgia «restauracionista». Cuando critica la modernidad, no es en nombre de un pasado idealizado, sino preocupado ante todo por las problemáticas postmodernas. Cuatro son los principales ejes de su pensamiento: 1) la crítica conjunta del individuo-universalismo y del nacionalismo (o del etnocentrismo) como categorías que pertenecen, en ambos casos, a la metafísica de la subjetividad; 2) la deconstrucción sistemática de la razón mercantil, de la axiomática del interés y de las múltiples dominaciones de la Forma-Capital, cuyo despliegue planetario constituye, a su juicio, la principal amenaza que pesa sobre el mundo; 3) la lucha en favor de las autonomías locales, ligada a la defensa de las diferencias y de las identidades colectivas; 4) una decidida toma de posición a favor de un federalismo integral, basado en el principio de la subsidiaridad y de la generalización a partir de la base de las prácticas de la democracia participativa.