viernes, 19 de marzo de 2010

El verdadero Estado según Platón, por Giorgio Freda (primera parte)


“Nosotros creemos plasmar el Estado feliz no convirtiendo en felices dentro del Estado a algunos pocos individuos, considerados en forma separada y singular, sino al Estado en su conjunto” - Politeia, 420c.

Los modernos atribuyen a la justicia un fundamento exclusivamente de carácter moral.


Sobre la base de tal carácter, los mismos han convertido a la justicia en un valor del mundo moral, en un mandamiento de la conciencia, situado in interiore homine.


Rota la relación analógica entre el mundo divino y el humano, el mundo divino ha perdido su carácter concreto, de realidad natural que la atribuían los antiguos y, consecuentemente, a lo humano le ha sido sustraída la dimensión divina: como resultado de ello ha derivado la fractura entre los dos órdenes y la progresiva caída de sus caracteres divinos –convertidos en elementos morales- en el mundo de la conciencia por un lado y la absolutización de lo humano, reducido a términos profanos y “laicos”, por el otro.


No debe atribuirse totalmente a la virulencia del Cristianismo el haber quebrado esta unidad originaria; el Cristianismo más bien valió para constituir la consecuencia de un proceso de disolución –o, mejor aún, de derrumbe acontecido en las dos entidades- disolución que sin embargo ya le preexistía. La aparición del Cristianismo significó, en un cierto sentido, la “conciencia” de la crisis, la representación, insertada en términos de hábeas teológico, de un estado de ánimo que venía asumiendo tales caracteres lentamente, por lo menos desde algunos siglos antes de su advenimiento.


No es éste el lugar –ni nosotros estaremos suficientemente calificados- para determinar las fases del pasaje de una afirmación objetiva, “desnuda”, activa, del valor-justicia, a la interiorización emotiva, moralista, pasiva del mismo en la conciencia humana: creemos que sea suficiente para nuestros fines, partir del presupuesto de que la sensibilidad clásica no admitiese hiato alguno entre mundo de los valores y mundo político, entre la esfera de la conciencia moral y el plano de los principios políticos, siendo ello al respecto un resultado que resulta inherente a las concepciones de los modernos, y que sería ilícito referirlo a los antiguos, si no se pusiese en evidencia el carácter abstracto que los términos de tal separación traían para ellos.


Consecuentemente es arbitrario respecto de la concepción clásica distinguir la justicia entre justicia “individual” y justicia “social”: para Platón existe la justicia-idea, la justicia-valor, la cual se aplica sea al alma individual como al corpus estatal.


La justicia es un valor que es realizado por el conjunto de los ciudadanos según un paralelismo absoluto con la realización del mismo de parte del alma individual: por lo cual política es “cuidado del alma” y el que se ocupa de la salud del alma, también lo hace “de la polis en sí misma”.


Así pues, en el Gorgias, Sócrates denomina “política” al arte que toma cual objeto al alma: ésta es la concepción clásica para la cual el lugar natural del hombre es el Estado y no el individuo, ni las estructuras políticas tienen en sí mismas una existencia autónoma, sino que ambos están movidos por una tensión que los organiza e integra necesariamente.


Aún si en el siglo IV emergía siempre más rápidamente un estado de ánimo individualista que, por efecto de nuevas exigencias y bajo el influjo de la investigación sofística, tendía a contraponer a la esfera de los intereses y de las necesidades individuales la actividad de la polis que tales intereses trataban de incluir dentro de los límites coercitivos de la ley; aun si afloraba casi como un leitmotiv en la investigación sofística la antítesis naturaleza-ley, el alma griega debía igualmente permanecer –en su esencia y no obstante tales “incertidumbres”- anclada a aquella identidad natural de individuo y de Estado, que operaba para ella a la manera de un canon normativo.


También para Sócrates en efecto, ciencia de lo humano significa investigación y conocimiento del hombre integral, en su aspecto individual y en su aspecto político: es sólo la perspectiva según la cual se asume al hombre –objeto unitario e idéntico en sus aspectos- la que muda.


A través de este aspecto de la influencia socrática nosotros podemos comprender cómo Platón, en la medida en que tienda a buscar el mejor modus vivendi, el conocimiento de aquellos principios que inducirán en el hombre a la posesión de la sabiduría, se remita del mismo modo a determinar la mejor forma del Estado, el Estado perfecto, cuya meta suprema es la “felicidad”.

lunes, 8 de marzo de 2010

Universalidad y no universalidad de los derechos humanos, por Alain de Benoist (tercera parte)


Dar por sentado que sin un reconocimiento explícito de los derechos humanos la vida sería caótica y carecería de sentido -escribe por su parte Raimundo Panikkar - comparte una mentalidad similar a la que sería el sostener que, sin la creencia en un Dios único tal y como la entiende la tradición abráhamica, la vida humana se disolvería en la total anarquía. Bastaría extrapolar un poco más en esta misma dirección para concluir que los ateos, los budistas y los animistas, por ejemplo, deberían considerarse representantes de aberraciones humanas. Es la misma vena: o derechos humanos o caos (12).


Semejante desliz es difícilmente evitable. Desde el momento en que una doctrina o una cultura se creen portadoras de un mensaje «universal», manifiesta una indeclinable propensión a travestir como tales sus valores particulares. Descalifica, así, los valores de los otros, a los que percibe como engañosos, irracionales, imperfectos o simplemente superados. Con la mejor de las buenas conciencias, pues está convencida de hablar en nombre de la verdad, profesa la intolerancia. «Una doctrina universalista ineluctablemente evoluciona hacia fórmulas equivalentes al partido único», diría Lévi-Strauss (13).


En una época en que la diversidad cultural y humana es la última cosa que nutre la ideología económica y de mercado que domina al planeta, la ideología de los derechos reanuda subrepticiamente, así, los antiguos discursos de dominación y de aculturación. Al acompañar la expansión planetaria del mercado, le proporciona el ropaje «humanitario» que le hace falta. Ya no es en nombre de la «verdadera fe», de la «civilización», del «progreso», o incluso del «pesado fardo del hombre blanco», que el Occidente cree estar fundamentado para regentar las prácticas sociales y culturales existentes en el mundo, sino en nombre de la moral encarnada por el derecho. La afirmación de la universalidad de los derechos humanos, en este sentido, no representa más que la convicción de que los valores particulares, los de la civilización occidental moderna, son los valores superiores que deben imponerse en todas partes. El discurso de los derechos permite a Occidente, una vez más, erigirse en juez del género humano.


¿Podría suceder de otra manera? Podemos dudarlo seriamente.


De manera general -decía Raymond Aron- se podría establecer el siguiente dilema: o bien los derechos alcanzan una especie de universalidad porque toleran, gracias a la vaguedad de su forma conceptual, cualquiera institución, o bien porque se cuidan de cualquier precisión y pierden su universalidad (14).


Y concluye: «Los derechos llamados universales no merecen ese calificativo más que a condición de ser formulados en un lenguaje a tal punto vago que pierden cualquier contenido definido» (15).


Refutar la universalidad de la teoría de los derechos no significa, sin embargo, que se tenga que aprobar cualquier práctica política, cultural o social tan solo porque existe.


Reconocer la libre capacidad de los pueblos y de las culturas para darse por sí y para sí mismos las leyes que deseen adoptar, o a conservar las costumbres y las prácticas que son suyas, no significa automáticamente su aprobación; permanece la libertad de juicio, y es solamente la conclusión que se extrae la que puede variar. El mal uso que un individuo o un grupo hace de su libertad conduce a condenar su utilización, no a condenar dicha libertad.


No se trata para nada de adoptar una posición relativista -que es una posición insostenible- sino más bien una posición pluralista. Existe una pluralidad de culturas, y las culturas responden de manera diferente a las aspiraciones que expresan. Algunas de esas respuestas nos pueden parecer a justo título cuestionables. Resulta perfectamente normal condenarlas -y rechazar nosotros mismos su adopción. Faltaría aún admitir también que una sociedad no puede evolucionar en un sentido que nosotros juzgáramos preferible sólo a partir de realidades culturales y de prácticas sociales que no son suyas. Tales respuestas pueden ser igualmente contradictorias. Se debe reconocer, entonces, que no existe una instancia sobresaliente, un punto de vista superior abarcador que permita zanjar dichas contradicciones.


Cuando Joseph de Maistre, en un pasaje que suele citarse, dice que durante su vida se ha encontrado con hombres de todos tipos pero que jamás ha visto al hombre en sí, no niega la existencia de una naturaleza humana. Simplemente afirma que no existe una instancia en que dicha naturaleza se deje aprehender en estado puro, independientemente de su contexto particular: la pertenencia a la humanidad está siempre mediatizada por una cultura o una colectividad. Sería erróneo concluir que la naturaleza humana no existe: que la realidad objetiva sea indisociable de cualquier contexto o de cualquier interpretación no quiere decir que se reduzca a ese contexto; eso no significa otra cosa más que esa única interpretación.


En Frágil humanidad (16), Myriam Revault d'Allonnes ha propuesto una interesante fenomenología del hecho humano, no en el sentido de una construcción de los demás por la esfera de la subjetividad, sino desde una perspectiva relacional que coloca ante todo el «sentido de lo humano» como una capacidad de intercambiar experiencias. La humanidad -dice ella- no es una categoría funcional sino una «disposición a habitar y a compartir el mundo» (17). Podemos llegar a la conclusión de que la humanidad no aparece como un dato unitario sino sobre un fondo común que comparte.


- Alain de Benoist
Traducción de José Antonio Hernández García


No t a s


12 Artículo citado, p. 97.


13 Le regard éloigné, París, Plon, 1983, p. 378.


14 «Pensée sociologique et droits de l'homme», en Etudes politiques, París, Gallimard, 1972, p. 228.


15 Ibid., p. 232.


16 París, Aubier, 2002.


17 Ibid., p. 37.


Desde hace más de treinta años, Alain de Benoist está efectuando un metódico trabajo de reflexión en el ámbito de las ideas. Escritor, periodista, conferenciante, filósofo, ha publicado más de 50 libros y más de 3 mil artículos, actualmente traducidos a unos quince idiomas.
Sus principales campos son la filosofía política y la historia de las ideas, pero también es autor de numerosas obras sobre arqueología, las tradiciones populares, la historia de las religiones o las ciencias de la vida.

Indiferente a las modas ideológicas, rechazando cualquier forma de intolerancia y de extremismo, Alain de Benoist tampoco cultiva ningún tipo de nostalgia «restauracionista». Cuando critica la modernidad, no es en nombre de un pasado idealizado, sino preocupado ante todo por las problemáticas postmodernas. Cuatro son los principales ejes de su pensamiento: 1) la crítica conjunta del individuo-universalismo y del nacionalismo (o del etnocentrismo) como categorías que pertenecen, en ambos casos, a la metafísica de la subjetividad; 2) la deconstrucción sistemática de la razón mercantil, de la axiomática del interés y de las múltiples dominaciones de la Forma-Capital, cuyo despliegue planetario constituye, a su juicio, la principal amenaza que pesa sobre el mundo; 3) la lucha en favor de las autonomías locales, ligada a la defensa de las diferencias y de las identidades colectivas; 4) una decidida toma de posición a favor de un federalismo integral, basado en el principio de la subsidiaridad y de la generalización a partir de la base de las prácticas de la democracia participativa.

domingo, 7 de marzo de 2010

Universalidad y no universalidad de los derechos humanos, por Alain de Benoist (segunda parte)


Es para tratar de conciliar la ideología de los derechos con la diversidad cultural que se elaboró la noción de derecho de los pueblos. Esta nueva categoría de derechos fue teorizada sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, en particular en el marco de las reivindicaciones nacionalistas que debían conducir a la descolonización, pero también bajo la influencia de los trabajos de etnólogos como Claude Lévi-Strauss quien, como reacción a los defensores del evolucionismo social (Lewis Morgan), denunciaba los despropósitos de la aculturación y colocaba el acento en las especificidades culturales o en la necesidad de reconocer derechos particulares a las minorías étnicas. En fecha más reciente, la renovación de las afirmaciones identitarias de todo tipo -reacción compensatoria ante la declinación de las identidades nacionales y la creciente esclerosis de los Estados-nación- puso el tema a la orden de día. Para Lelio Basso, gran defensor de los derechos de los pueblos, los verdaderos «sujetos de la historia son los pueblos, quienes igualmente son los sujetos del derecho» (4).

Los optimistas piensan que los derechos individuales y los derechos colectivos se armonizan espontáneamente porque son complementarios; las percepciones diferirían de cualquier manera en cuanto a la jerarquía que se impone entre los primeros y los segundos. Así, Edmond Jouve asegura que «derechos humanos y derechos de los pueblos no se podrían contradecir» (5). Otros, más numerosos, puntualizan las innegables contradicciones, pero esbozan conclusiones opuestas.

Muchos han llegado a pensar que la noción de derechos de los pueblos es sólo una abstracción destinada a justificar el reemplazo de una opresión por otra, y que solamente cuentan los derechos de los individuos -observa Leo Matarasso. Otros, por el contrario, piensan que los derechos humanos no son invocados más que como coartada ideológica para justificar actos atentatorios a los derechos de los pueblos.

Encontramos la misma diversidad de opiniones a propósito del carácter «universal» o, por el contrario, estrictamente occidental de los derechos humanos.

Los derechos humanos -declara John Rawls- no son consecuencia de una filosofía particular ni de una forma, entre otras, de ver el mundo. No están ligados sólo a la tradición cultural de Occidente, así haya sido en el interior de ésta donde fueron formulados por primera vez. Derivan simplemente de la definición de justicia (6).

Aquí, el postulado implícito evidentemente es que sólo hay una definición posible de justicia. «Aunque sea cierto que los valores de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre derivan de la tradición de las Luces -agrega William Schutz- virtualmente todos los países del mundo los han aceptado» (7). ¿Cómo es posible que frecuentemente se tenga que recurrir a las armas para imponerlos?

Con tal óptica, sería en cierta forma por azar que Occidente hubiera llegado antes que los demás a ese «estadio» en el que habría sido posible formular explícitamente una aspiración presente en todos lados de manera subyacente. Esa primacía histórica no le conferiría ninguna superioridad moral particular. Los occidentales estarían solamente «adelantados», mientras que las otras culturas estarían «retrasadas». Se trata del esquema clásico de la ideología del progreso.

La discusión en torno a la universalidad de los derechos humanos frecuentemente recuerda los diálogos «ecuménicos» en los que erróneamente se asume que todas las creencias religiosas remiten, bajo diferentes formas, a «verdades» comunes. El razonamiento para demostrar que los derechos son universales es casi siempre el mismo; consiste en suponer que en todo el mundo existe un deseo de bienestar y libertad, de donde se sigue que el argumento para legitimar el discurso de los derechos respondería a esa demanda (8). Ahora bien, tal conclusión es perfectamente errónea. Nadie ha negado jamás que todos los hombres tengan algunas aspiraciones en común, ni que se pueda establecer un consenso para considerar algunas cosas como intrínsecamente buenas o intrínsecamente malas. En todo el mundo la gente siempre prefiere estar sana que enferma, estar libre que encerrada, en todos lados detestan ser golpeados, torturados, arbitrariamente apresados, masacrados, etcétera. Pero de que algunos bienes sean humanos no se sigue que el discurso de los derechos sea validado, y menos aún que sea universal. En otros términos, no es la universalidad del deseo de escapar a la coerción la que se trata de demostrar, sino más bien la universalidad del lenguaje que se quiere utilizar para responder a dicho deseo. No se podrían confundir ambos planos. Y jamás se ha aportado la segunda demostración.

A la pregunta: «¿Es un concepto universal el concepto de los derechos humanos?», Raimundo Panikkar responde con claridad:

La respuesta simplemente es no. Y esto debido a tres razones. A) Ningún concepto es universal por sí mismo. Cada concepto es válido, en primer lugar, allí donde fue concebido. Si queremos extender su validez más allá de los límites de su propio contexto, habría que justificar dicha extrapolación [...] Además, todo concepto tiende a la univocidad. Aceptar la posibilidad de conceptos universales implicaría una concepción estrictamente racionalista de la verdad. Pero incluso si esta posición correspondiera con la verdad teórica, la existencia de conceptos universales no lo sería, en razón de la pluralidad de universos discursivos que presenta de facto el género humano [...] B) En el seno del vasto campo de la propia cultura occidental, los postulados mismos que sirven para situar nuestra problemática no son universalmente admitidos. C) Aunque se adopte en alguna medida una actitud de espíritu transcultural, el problema aparecerá como exclusivamente occidental, es decir, es la propia cuestión la que está a discusión. La mayoría de los postulados, así como otras presuposiciones conexas enumeradas anteriormente, se encuentran sencillamente ausentes en las otras culturas (9).

La crítica al universalismo de los derechos en nombre del pluralismo cultural no es nueva. Herder y Savigny, en Alemania, así como Henry Maine en Inglaterra, demostraron que la materia jurídica no se podría comprender sin tomar en cuenta las variables culturales. Una crítica análoga la encontramos en Hannah Arendt, cuando escribe que «la paradoja de los derechos abstractos que, al declinar los derechos de una humanidad sin apego, corren el riesgo de privar de identidad a quienes son, precisamente, víctimas del desarraigo impuesto por los conflictos modernos».

Sobre la misma base, Alasdair MacIntyre lanza tres objeciones a la ideología de los derechos humanos. La primera es que la noción de derecho, tal y como la asume esta ideología, no se encuentra en ningún lado, lo que demuestra que no es intrínsecamente necesaria en la vida social. La segunda es que el discurso de los derechos, mientras pretende proclamar derechos derivados de una naturaleza humana intemporal, está estrechamente circunscrito a un período histórico determinado, lo que vuelve poco creíble la universalidad de su propósito. La tercera es que cualquier tentativa parar justificar la creencia en tales derechos está sellada por el fracaso. Al subrayar que no se pueden tener y disfrutar de esos derechos más que en un tipo de sociedad que posea ciertas reglas establecidas, MacIntyre escribe: «Estas reglas no aparecen más que en períodos históricos particulares y en circunstancias sociales peculiares. No son en absoluto las características universales de la condición humana» (10). Y concluye que tales derechos, igual que las brujas y los unicornios, son sólo una ficción (11).

Notas

4 Citado por Edmond Jouve, Le droit des peuples, París, PUF, 1986, p. 7.

5 Ibid., p. 108.

6 Le Monde, París, 30 de noviembre de 1993, p. 2.

7 «Power, Principles and Human Rights», en: The National Interest, New York, verano del 2002, p. 117.

8 Cfr. por ejemplo: Michael J. Perry, «Are Human Rights Universal? The Relativist Challenge and RelatedMatters», en Human Rights Quarterly, agosto de 1997, pp. 461-509.

9 Artículo citado, pp. 94-96.

10 Après la vertu. Etude de théorie morale, París, PUF, 1997, p. 68.

11 Ibid., p. 70.

sábado, 6 de marzo de 2010

Universalidad y no universalidad de los derechos humanos, por Alain de Benoist (primera parte)


Los derechos humanos sólo serían universales si

incluyeran el derecho a no creer en el dogma

de la universalidad de los derechos.

-Giuliano Ferrara, Il Foglio, 23 de diciembre de 2002.


La teoría de los derechos humanos se presenta como una teoría válida en todo tiempo y lugar, es decir, como una teoría universal. La universalidad, reputada como inherente para cada individuo entendido como sujeto, representa la medida aplicable a cualquier realidad empírica. Desde esa perspectiva, decir que los derechos son «universales» es otra forma de decir que son absolutamente verdaderos. Al mismo tiempo, sabemos bien que la ideología de los derechos humanos es un producto del pensamiento de las Luces, que la idea misma de derechos humanos pertenece al horizonte específico de la modernidad occidental. La cuestión que surge entonces es saber si el origen estrechamente circunscrito de esta ideología no desmiente implícitamente sus pretensiones de universalidad. Cualquier declaración de derechos, al estar fechada históricamente, ¿no provocaría una tensión o una contradicción entre la contingencia histórica que presidió su elaboración y la exigencia de universalidad que pretende afirmar?

Está claro que la teoría de los derechos, a la vista de todas las culturas humanas, representa una excepción más que la regla -y constituye, incluso, una excepción en el seno de la cultura europea, ya que surgió en un momento determinado y relativamente tardío de la historia de la cultura. Si los derechos están «allí» desde siempre, presentes en la naturaleza misma del hombre, podemos asombrarnos de que solamente una pequeña porción de la humanidad los haya notado, y que haya sido necesario tanto tiempo para advertirlos. ¿Cómo comprender que el carácter universal de los derechos sólo haya parecido «evidente» a una sociedad en particular? ¿Y cómo imaginar que esta sociedad pueda proclamar su carácter universal sin reivindicar, al mismo tiempo, su monopolio histórico, o sea, sin pretender su superioridad ante quienes no lo reconocieron? La universalidad de los derechos se confronta además con esta cuestión planteada así por Raimundo Panikkar: «¿Tiene algún sentido preguntarse si se reúnen las condiciones de universalidad mientras la cuestión misma de la universalidad está lejos de ser una cuestión universal?» (1).

Decir que todos los hombres son titulares de los mismos derechos es una cosa; decir que tales derechos deben ser reconocidos en todos lados bajo la forma en que lo hace la ideología de los derechos, es otra muy distinta. Esto plantea, en efecto, la cuestión de saber quién tiene la autoridad para imponer este punto de vista, cuál es la naturaleza de dicha autoridad y qué es lo que garantiza el buen fundamento de su discurso. En otros términos: ¿quién decide que deba ser así y no de otra manera?

Todas estas cuestiones, que han dado lugar a una considerable literatura, desembocan, a fin de cuentas, en una alternativa simple: si se sostiene que los conceptos constitutivos de la ideología de los derechos humanos son, a pesar de su origen occidental, conceptos verdaderamente universales, habría que demostrarlo. Si se renuncia a su universalidad, se arruina todo el sistema: en efecto, si la noción de derechos es puramente occidental, su universalización a escala planetaria representa, con plena evidencia, una imposición desde fuera, un forma subrepticia de convertir y de dominar, es decir, una continuación del síndrome colonial.

Una primera dificultad aparece ya a nivel del vocabulario. Hasta la Edad Media, no se encuentra en ninguna lengua europea -tampoco en árabe, hebreo, chino o japonés- un término que designe algún derecho como atributo subjetivo de la persona, distinto en tanto tal de la materia jurídica (el derecho). Esto nos lleva a decir que, hasta un período relativamente tardío, no existía ninguna palabra para designar a los derechos como algo perteneciente a los hombres sólo en virtud de su humanidad.

La teoría de los derechos humanos postula, además, la existencia de una naturaleza humana universal, independiente de épocas y lugares, que sería susceptible de conocerse por medio de la razón. De dicha aserción, que no le es propia (y que en sí no tiene nada de cuestionable), da una interpretación muy particular que implica una triple separación: entre el hombre y los demás seres vivos (el hombre es el único titular de los derechos naturales); entre el hombre y la sociedad (el ser humano es, fundamentalmente, el individuo; el hecho social no resulta pertinente para conocer su naturaleza); y entre el hombre y el conjunto del cosmos (la naturaleza humana no debe nada al orden general de las cosas). Ahora bien, esta triple escisión no existe en la inmensa mayoría de las culturas no occidentales, comprendidas, por supuesto, las que reconocen la existencia de una naturaleza humana.

El problema choca en particular con el individualismo. En la mayoría de las culturas -como además, hay que recordarlo, en la cultura occidental de los orígenes- el individuo en sí simplemente no es representable. Jamás es concebido como una mónada, escindido de lo que lo une, no solamente a sus semejantes sino a la comunidad de los seres vivos y al universo entero. Las nociones de orden, de justicia y de armonía no se elaboran a partir de él, ni a partir del lugar único que sería el del hombre en el mundo, sino a partir del grupo, de la tradición, de los lazos sociales o de la totalidad de lo real. Hablar de libertad del individuo en sí no tiene, pues, ningún sentido en culturas que se mantienen fundamentalmente holistas y que se rehúsan a concebir al ser humano como un átomo autosuficiente. En estas culturas, la noción de derechos subjetivos está ausente, mientras que es omnipresente la de obligación mutua y la de reciprocidad. El individuo no tiene que hacer valer sus derechos sino obrar para encontrar en el mundo, y en principio en la sociedad a la que pertenece, las condiciones más propicias para la realización de su naturaleza y la excelencia de su ser.

El pensamiento asiático, por ejemplo, se expresa sobre todo mediante el lenguaje de los deberes. La noción moral que sirve de base al pensamiento chino es la de los deberes hacia los demás, no la de los derechos que se le podrían oponer, pues «el mundo de los deberes es, lógicamente, anterior al mundo de los derechos» (5). En la tradición confuciana, que valora la armonía de los seres entre sí y con la naturaleza, el hombre no podría poseer derechos superiores a los de la comunidad a la que pertenece. Los hombres se vinculan entre sí por la reciprocidad de sus deberes y por la obligación mutua. Además, el mundo de los deberes está más extendido que el de los derechos. Mientras que a cada derecho corresponde teóricamente un deber, no es verdad que a cada obligación corresponda un derecho: podemos tener obligaciones hacia algunos hombres de los que no tenemos nada que esperar, así como también hacia la naturaleza y los animales, que no nos deben nada.

Establecer que lo que viene primero no es el individuo sino el grupo no significa en absoluto que el individuo esté «encerrado» en el grupo, sino, más bien, que adquiere su singularidad respecto de una relación social que también es constitutiva de su ser; ello tampoco quiere decir que no exista en todas partes un deseo de escapar al despotismo, a la coerción y a los maltratos. Entre el individuo y el grupo pueden surgir tensiones; eso es algo universal. Lo que sí no es universal es la creencia que establece que el mejor medio para preservar la libertad es concebir, de manera abstracta, a un individuo desprovisto de todas sus características concretas, desligado de todas sus pertenencias naturales y culturales. Existen conflictos en todas las culturas, pero en la mayoría de ellas la visión del mundo que prevalece no es una visión conflictiva (el individuo contra el grupo), sino una visión «cósmica» dirigida hacia el orden y la armonía natural de las cosas. Cada individuo tiene un papel por desempeñar en el conjunto donde se inserta, y el rol del poder político es asegurar, de la mejor manera, dicha coexistencia y dicha armonía, garantía de perennidad. Debido a que el poder es universal aunque las formas que asuma no lo sean, el deseo de libertad también es universal, mientras que las formas de responder a ese deseo pueden variar considerablemente.


El problema se vuelve especialmente agudo cuando las prácticas sociales o culturales denunciadas en nombre de los derechos humanos no son prácticas impuestas, sino prácticas habituales que gozan, claramente, de la aprobación masiva en el seno de las poblaciones interesadas (ello no quiere decir que jamás sean criticadas). ¿Cómo podría oponérseles una doctrina fundada en que los individuos disponen libremente de sí mismos? Si los hombres deben ser dejados en libertad para hacer lo que quieran mientras el uso de su libertad no se entrometa con la de los demás ¿por qué los pueblos, cuyas costumbres nos parecen ofensivas o condenables, no podrían ser dejados en libertad para practicarlas mientras no busquen imponerlas a otros?


Querer atribuir una validez universal a los derechos humanos tal y como están formulados -escribe Raimundo Panikkar- es postular que la mayoría de los pueblos del mundo están comprometidos, prácticamente de la misma manera que las naciones occidentales, en un proceso de transición de una Gemeinschaft más o menos mítica [...] a una «modernidad» organizada de forma «racional» y «contractual», igual a la que conoce el mundo occidental industrializado. Ése es un postulado discutible (2).


Puesto que


proclamar el concepto de derechos humanos [...] bien podría revelarse como un caballo de Troya que, clandestinamente, se introduce en el corazón de otras civilizaciones con la finalidad de aceptar los modos de existencia, de pensamiento y de sentir en virtud de los cuales los derechos humanos constituyen la solución que se impone en caso de conflicto (3).


Aceptar la diversidad cultural exige un pleno reconocimiento del Otro. Pero, ¿cómo reconocer al Otro si sus valores y sus prácticas se oponen a los que se le quieren inculcar? Los defensores de la ideología de los derechos son, generalmente, partidarios del «pluralismo». ¿Pero qué hay de la compatibilidad de los derechos humanos con la pluralidad de los sistemas culturales y de las creencias religiosas? Si el respeto a los derechos individuales pasa por el no respeto a las culturas y a los pueblos, ¿habría que concluir que todos los hombres son iguales pero que las culturas que estos seres iguales han creado no lo son?


La imposición de los derechos humanos representa contundentemente una aculturación, cuya puesta en práctica corre el riesgo de significar la dislocación o la erradicación de identidades colectivas que también desempeñan un papel en la constitución de las identidades individuales. La idea clásica que asegura que los derechos humanos protegen a los individuos de los grupos a los que pertenecen, y constituyen un recurso respecto de las prácticas, las leyes o las costumbres que caracterizan a dichos grupos, confirma su carácter dudoso. Quienes denuncian tal o cual «violación de los derechos humanos» ¿miden siempre con exactitud en qué punto la práctica que critican puede ser inherente a la cultura en cuyo seno se observa? ¿Quienes se quejan de la violación de sus derechos estarían dispuestos, por su lado, a respetar esos derechos a costa de la destrucción de su propia cultura? ¿No desearían mejor que sus derechos fueran reconocidos con base en lo que hace específica a su cultura?


No t a s

1 «La notion des droits de l'homme est-elle un concept occidental?», en: Diogène, París, octubre-diciembre de 1982, p. 88.

2 Ibid., p. 98.


3 Ibid., p. 100.

lunes, 22 de febrero de 2010

Lecturas recomendadas

Novedades editoriales, febrero 2010:

Postmortem Report: Cultural Examinations from Postmodernity (Informe de Autopsia: Examenes Culturales desde la Postmodernidad).

Colección de ensayos del diplomático croata Tomislav Sunic aparecidos en diversas publicaciones de la esfera de la Nouvelle Droite y el paleoconservadurismo estadounidense. Con un prólogo a cargo del psicólogo e investigador Kevin MacDonald (autor de, entre otros libros, The Culture of Critique (La Cultura de la Crítica), que se puede leer íntegramente en inglés aquí), el volumen compilatorio acaba de ser editado por Wermod & Wermod. Sunic es también autor de Homo Americanus. Hijo de la Era Postmoderna, recientemente editado en español por Ediciones Nueva República.


Más allá de la derecha y de la izquierda. El pensamiento político que rompe esquemas.

Antología de textos de Alain de Benoist a cargo de Javier Ruiz Portella. De Benoist, fundador del Groupement de recherche et d'études pour la civilisation européenne (GRECE), es uno de los intelectuales más conocidos tanto en Francia como en Europa. Autor de una vasta obra traducida en múltiples idiomas, es editor en Francia de revistas como Éléments, Nouvelle École y Krisis. Ha recibido diversos premios y galardones, participando habitualmente en debates y seminarios.

En Más allá de la derecha y de la izquierda, al tiempo que efectúa una "impugnación a la totalidad" del mundo en que vivimos, salta por encima de la derecha y de la izquierda, nos libera de su corsé. ¿Por qué? Porque tanto la derecha como la izquierda comparten, desde enfoques enfrentados, esta misma visión del mundo: lo esencial no es ni nuestro destino colectivo, ni las cosas de la cultura o del espíritu, ni el sentido, en suma, de la vida y de la muerte.

Un nuevo título de Ediciones Áltera, que en 2005 publicó Comunismo y nazismo: 25 reflexiones sobre el totalitarismo en el siglo XX (1917-1989), donde de Benoist exponía las identidades entre ambos movimientos políticos. El libro fue elogiado en publicaciones como El Mundo y Libertad Digital.

En la red:

Alfred Baeumler on Hölderlin and the Greeks: Reflections on the Heidegger-Baeumler Relationship (Alfred Baeumler sobre Hölderlin y los Griegos: Reflexiones acerca de la Relación Heidegger-Baeumler), un interesante texto de Frank H.W. Edler. Considerando la escasa bibliografía fuera de la lengua alemana acerca del filósofo Alfred Baeumler, este ensayo en tres partes (la cuarta y final aún no ha sido publicada) trata sobre las ideas de este controversial pensador afín al Tercer Reich y una de las autoridades sobre Nietzsche en su tiempo, así como su relación profesional y de amistad con Martin Heidegger. Aquí, las partes uno, dos y tres.

The Myth of Racial Discrimination in Pay in the United States (El Mito de la Discriminación Racial en la Paga en Estados Unidos), estudio del académico del London School of Economics Satoshi Kanazawa, en que analiza las cifras de ingresos de la población estadounidense en el último cuarto de siglo. Kanazawa (aquí su página personal) ha realizado numerosos estudios acerca del impacto del coeficiente intelectual en los valores políticos y religiosos así como el desarrollo económico de las naciones, en la línea de los trabajos de Richard Lynn y Tatu Vanhanen, IQ and the Wealth of Nations (2002, El CI y la Riqueza de las Naciones) y IQ and Global Inequality (2006, EL CI y la Desigualdad Global). Kanazawa es asimismo el principal exponente del Principio de la Sabana, que argumenta que el desarrollo evolutivo del hombre moldeó a la naturaleza humana para un entorno drásticamente distinto al de la sociedad industrial, lo que también explicaría las diferencias cognitivas entre distintas poblaciones.

sábado, 20 de febrero de 2010

La sombra del mal en Ernst Jünger y Miguel Delibes, por Vintila Horia


De dónde viene esto, cómo ha ocurrido, hasta dónde puede extenderse su hechizo. Todos lo vemos o lo intuimos de alguna manera, pero no basta leer libros o asistir a películas -que lo ponen en evidencia. Habría que actuar, intervenir, pasar de la constatación a la resistencia. Y ni siquiera esto bastaría en el momento amenazador en que nos encontramos. Habría que reconocer y definir abiertamente el mal y acabar con él. Al mismo tiempo, cada uno de nosotros, y de un modo más o menos comprometido, está implicado en el mal, gozando de sus favores, para vivir y hacer vivir. Aun cuando lo reconocemos y estamos de acuerdo con los escritores que lo delatan, algo nos impide protestar, nuestro mismo beneficio cotidiano, nuestra relación con su magnificencia. «La cuestión es saber si la libertad es aún posible —escribe Jünger—, aunque fuese en un dominio restringido. No es, desde luego, la neutralidad la que la puede conseguir, y menos todavía esta horrorosa ilusión de seguridad que nos permite dictar desde las gradas el comportamiento de los luchadores en el circo

O sea se trata de intervenir, de arriesgarlo todo con el fin de que todo sea salvado.

Lo que nos amenaza es la técnica y lo que ella implica en los campos de la moral, la política, la estética, la convivencia, la filosofía. Y la rebeldía que hoy sacude los fundamentos de nuestro mundo tiene que ver con este mal, al que llamo el mayor porque no conozco otro mejor situado para sobrepasarlo en cuanto eficacia. Ya no nos interesa de dónde proviene y cuáles son sus raíces. Estamos muy asustados con sus efectos, y buscar sus causas nos parece un menester de lujo, digno de la paz sin fallos de otros tiempos. Sin embargo hay un momento clave, un episodio que marca el fin de una época dominada por lo natural —tradiciones, espiritualidad, relaciones amistosas con la naturaleza, dignidad de comportamiento humano, moral de caballeros, decencia, en contra de los instintos—, episodio desde el cual se produce el salto en el mal. Este momento es, según Ernst Jünger, la Primera Guerra Mundial, cuando el material, obra de la técnica, desplazó al hombre y se impuso como factor decisivo en los campos de batalla de Europa, luego del mundo, luego en todos los campos de la vida. Fue así como el hombre occidental universaliza su civilización a través de la técnica, lo que es una victoria y una derrota a la vez.

Este proceso, definido desde un punto de vista moral, ha sido proclamado como una «caída de los valores», o desvalorización de los valores supremos, entre los cuales, por supuesto, los cristianos. Nietzsche fue su primer observador y logró realizar en su propia vida y en su obra lo que Husserl llamaba una reducción o epoché. En el sentido de que, al proclamarse en un primer tiempo «el nihilista integral de Europa», logró poner entre paréntesis el nihilismo, lo dejó atrás como él mismo solía decirlo, y pasó a otra actitud o a otro estadio, superior, y que es algo opuesto, precisamente, al nihilismo. Desde el punto de vista de la psicología profunda, esta evolución podría llamarse un proceso de individuación. Pero tal proceso, o tal reducción eidética, no se realizó hasta ahora más que en el espíritu de algunas mentes privilegiadas, despertadas por los gritos de Nietzsche. Las masas viven en este momento, en pleno, la tragedia del nihilismo anunciada por el autor de La voluntad del poder. Aun los que, como los jóvenes, se rebelan contra la técnica caen en la descomposición del nihilismo, ya que lo que piden y anhelan no representa sino una etapa más avanzada aún en el camino del nihilismo o de la desvalorización de los valores supremos. Esta exacerbación de un proceso de por sí aniquilador constituye el drama más atroz de una generación anhelando una libertad vacía, introducción a la falta absoluta de libertad.

Todo esto ha sido intuido y descrito por algunos novelistas anunciadores, como lo fueron Kafka, Hermann Broch en sus Sonámbulos o en sus ensayos, Roberto Musil en su Hombre sin atributos, Rilke en su poesía o Thomas Mann. Pero fue Jünger quien lo ha plasmado de una manera completa, en cuanto pensador, en su ensayo El obrero, publicado en 1931, y en el ciclo Sobre el hombre y el tiempo, o bien en sus novelas.

En opinión de Jünger, escritor que representa, mejor que otros, el afán de hacer ver y comprender lo que sucede en el mundo y su porqué, y también de indicar un camino de redención, hay unos poderes que acentúan la obra del nihilismo, desvalorizándolo todo con el fin de poder reinar sobre una sociedad de individuos que han dejado de ser personas, como decía Maritain, y estos poderes son hoy lo político, bajo todos los matices, y la técnica. Y hay, por el otro lado, una serie de principios resistenciales, que Jünger expone en su pequeño Tratado del rebelde y también en Por encima de la línea, que indican la manera más eficaz de conservar la libertad en medio de unos tiempos revueltos, como diría Toynbee, ni primeros ni últimos en la historia de la humanidad. Tanatos y Eros son los elementos que nos ayudan en contra de las tiranías de la técnica o de lo político. «Hoy, igual que en todos los tiempos, los que no temen a la muerte son infinitamente superiores a los más grandes de los poderes temporales.» De aquí la necesidad, para estos poderes, de destruir las religiones, de infundir el miedo inmediato. Si el hombre se cura del terror, el régimen está perdido. Y hay regiones en la tierra, escribe Jünger, en las que «la palabra metafísica es perseguida como una herejía». Quien posee una metafísica, opuesta al positivismo, al llamado realismo de los poderes constituidos, quien logra no temer a la muerte, basado en una metafísica, no teme al régimen, es un enemigo invencible, sean estos poderes de tipo político o económico, partidos o sinarquías.

"[N]adie ha escrito hasta ahora la novela de la publicidad (...) basado en el peligro que la misma representa para el género humano, y utilizando la nueva técnica del lenguaje revelador de todos los misterios y de las fuerzas que una palabra representa. Una novela semiológica y epistemológica a la vez, capaz de revelar la otra cara del mal supremo: la conversión del ser humano a la instrumentalidad del consumo, su naufragio y esclavitud por las palabras".

El segundo poder salvador es Eros, ya que igual que en 1984, el amor crea un territorio anímico sobre el cual Leviatán no tiene potestad alguna. De ahí el odio y el afán destructor de la policía, en la obra de Orwell, en contra de los dos enamorados, los últimos de la tierra. Lo mismo sucede en Nosotros, de Zamiatín. Al contrario, según Jünger, el sexo, enemigo del amor, es un aliado eficaz del titanismo contemporáneo, o sea, del amor supremo y resulta tan útil a éste como los derramamientos de sangre. Por el simple motivo de que los instintos no constituyen oposición al mal, sino en cuanto nos llevan a un más allá, en este caso el del amor, única vía hacia la libertad.

El drama queda explícito en la novela Las abejas de cristal. En este libro aparecen los principios expuestos por Jünger en El obrero, comentados por Heidegger, en Sobre la cuestión del Ser. El personaje principal de Jünger es un antiguo oficial de caballería, Ricardo, humillado por la caída de los valores, es decir, por el tránsito registrado por la Historia, desde los tiempos del caballo a los del tanque, desde la guerra aceptable o humana a la guerra de materiales, la guerra técnica, fase última y violenta del mundo oprimido por el mal supremo. El capitán Ricardo evoca los tiempos en que los seres humanos vivían aun los tiempos caballerescos que habían precedido a la técnica y habla de ellos como de algo definitivamente perdido. Es un hombre que ha tenido que seguir, dolorosamente, conscientemente incluso, el itinerario de la caída. Se ha pasado a los tanques no por pasión, sino por necesidad, y ha traicionado unos principios, y seguirá traicionándolos hasta el fin. Porque no tiene fuerzas para rebelarse. Su mujer lo espera en casa y todo el libro se desarrolla en tomo a un encuentro entre el ex capitán sin trabajo y el magnate Zapparoni, amo de una inmensa industria moderna, creadora de sueños y de juguetes capaces de hundir más y más al hombre en el reino de Leviatán. Símbolo perfecto de lo que sucede alrededor nuestro. Zapparoni encargara a Ricardo una sección de sus industrias, y este aceptará, después de una larga discusión, verdadera guerra fría entre el representante de los tiempos humanos y el de la nueva era, la del amo absoluto y de los esclavos deshumanizados. Zapparoni sabía lo que se traía entre manos. «Quería contar con hombres-vapor, de la misma manera en que había contado con caballos-vapor. Quería unidades iguales entre sí, a las que poder subdividir. Para llegar a ello había que suprimir al hombre, como antes el caballo había sido suprimido». Las mismas abejas de cristal, juguetes perfectos que Zapparoni había ideado y construido y que vuelan en el jardín donde se desarrolla la conversación central de la novela, son más eficaces que las naturales. Logran recoger cien veces más miel que las demás, pero dejan las flores sin vida, las destruyen para siempre, imágenes de un mundo técnico, asesino de la naturaleza y, por ende, del ser humano.

Hay, sí, un tono optimista al final del libro. La mujer de Ricardo se llama Teresa, símbolo ella también, como todo en la literatura de Jünger, de algo que trasciende este drama, de algo metafísico y poderoso en sí, capaz de enfrentarse con Zapparoni. Teresa representa el amor, aquella zona sobre la que los poderes temporales no tienen posibilidad de alcance. Es allí donde, probablemente, Ricardo y lo que él representa encontrará cobijo y salvación. Porque, como decía Hólderlin en un poema escrito a principios del siglo pasado, “Allí donde está el peligro, está también la salvación”.

En cambio, no veo luz de esperanza en Parábola del náufrago, de Miguel Delibes, novela de tema inédito en la obra del escritor castellano, una de las más significativas de la novelística española actual. El mal lo ha copado todo y su albedrío es sin límites. Lo humano puede regresar a lo animal, sea bajo el influjo moral de la técnica y de sus amos, sea con la ayuda de los métodos creados a propósito para realizar el regreso. Quien da señales de vida humana, o sea, de personalidad, quien quiere saber el fin o el destino de la empresa —símbolo ésta de la mentalidad técnica que está envolviendo el mundo— esta condenado al aislamiento y esto quiere decir reintegración en el orden natural o antinatural. Uno de los empleados de don Abdón, el amo supremo de la ciudad —una ciudad castellana que tiene aquí valor de alegoría universal—, ha sido condenado a vivir desnudo, atado delante de una casita de perro y, en poco tiempo, ha regresado a la zoología. Incluso acaba como un perro, matado por un hortelano que le dispara un tiro, cuando el ex empleado de don Abdón persigue a una perra y están escañando el sembrado. Y cuando Jacinto San José trata de averiguar lo que pasa en la institución en que trabaja y donde suma cantidades infinitas de números y no sabe lo que representan, el encargado principal le dice: «Ustedes no suman dólares, ni francos suizos, ni kilovatios-hora, ni negros, ni señoritas en camisón (trata de blancas), sino SUMANDOS. Creo que la cosa está clara.» Y, como esto de saber lo que están sumando sería una ofensa para el amo, el encargado «... le amenaza con el puño y brama como un energúmeno: «¿Pretende usted insinuar, Jacinto San José, que don Abdón no es el padre más madre de todos los padres?» Y, puesto que Jacinto se marea al sumar SUMANDOS, lo llevan a un sitio solitario, en la sierra, para descansar y recuperarse. Le enseñan, incluso, a sembrar y cultivar una planta y lo dejan solo entre peñascales en medio del aire puro.


Sólo con el tiempo, cuando las plantas por él sembra­das alrededor de la cabaña, crecen de manera insólita y se transforman en una valla infranqueable, Jacinto se da cuenta de que aquello había sido una trampa. Igual que las abejas de cristal de Jünger, un fragmento de la naturaleza, un trozo sano y útil, ha sido desviado por el mal supremo y encauzado hacia la muerte. Las abejas artificiales sacaban mucha miel, pero mataban a las plantas, la planta de Delibes, instrumento de muerte imaginado por don Abdón, es una guillotina o una silla eléctrica, algo que mata a los empleados demasiado curiosos e independientes. Cuando se da cuenta de que el seto ha crecido y lo ha cercado como una muralla china, ya no hay nada que hacer. Jacinto se empeña en encontrar una salida, emplea el fuego, la violencia, su inteligencia de ser humano razonador e inventivo, su lucha toma el aspecto de una desesperada epopeya, es como un naufrago encerrado en el fondo de un buque destrozado y hundido, que pasa sus últimas horas luchando inútilmente, para salvarse y volver a la superficie. Pero no hay salvación. Más que una. La permitida por don Abdón. El híbrido americano lo ha invadido todo, ha penetrado en la cabaña, sus ramas han atado a Jacinto y le impiden moverse, como si fuesen unos tentáculos que siguen creciendo e invadiendo el mundo. El prisionero empieza a comer los tallos, tiernos de la trepadora. No se mueve, pero ha dejado de sufrir. Come y duerme. Ya no se llama Jacinto, sino jacinto, con minúscula, y cuando aparecen los empleados de don Abdón y lo sacan de entre las ramas, lo liberan, lo pinchan para despertarlo, «jacintosanjosé» es un carnero de simiente.

"Los doctores le abren las piernas ahora y le tocan en sus partes, pero Jacinto no siente el menor pudor, se deja hacer y el doctor de más edad se vuelve hacia Darío Esteban, con una mueca admirativa y le dice:

-¡Caramba! Es un espléndido semental para ovejas de vientre -dice. Luego propina a Jacinto una palmada amistosa en el trasero y añade-: ¡Listo! »

Así termina la aventura del náufrago, o la parábola, como la titula Delibes. Fábula de clara moraleja, integrada en la misma línea pesimista de la literatura de Jünger y de otros escritores utópicos de nuestro siglo. En el fondo Parábola del náufrago es una utopía, igual que Las abejas de cristal, o La rebelión en la granja, de Orwell; Un mundo feliz o 1984. Encontramos la utopía entre los mayores éxitos literarios de nuestro siglo, porque nunca hemos tenido, como hoy, la necesidad de reconocer nuestra situación en un mito universal de fácil entendimiento. La utopía es una síntesis contada para niños mayores y asustados por sus propias obras, aprendices de brujo que no saben parar el proceso de la descomposición, pero quieren comprenderlo hasta en sus últimos detalles filosóficos. Con temor y con placer, aterrorizados y autoaplacándose, los hombres del siglo XX viven como jacinto, aplastados, atados a sus obras que les invaden y sujetan, los devuelven a la zoología, pero ellos saben encontrar en ello un extraño placer. El mal supremo es como el híbrido americano de Delibes, que invade la tierra, la occidentaliza y la universaliza en el mal. Quien quiere saber el porqué de la decadencia y no se limita a sumar SUMANDOS arriesga su vida, de una manera o de otra, está condenado a la animalidad del campo de concentración, a la locura contraida entre los locos de un manicomio, donde se le recluye con el fin de que la condenación tenga algo de sutileza psicológica, pero el fin es el mismo. Campo o manicomio, el condenado acabará convirtiéndose en lo que le rodea, a sumergirse en el ambiente, como Jacinto. Y de esta suerte quedará eliminado. O bien no logrará encontrar trabajo y se morirá al margen de la sociedad. O bien como el capitán Ricardo, aceptará un empleo poco caballeresco y perfeccionará su rebeldía en secreto, al amparo de un gran amor anticonformista, sobre el cual podrá levantarse el mundo de mañana, conservado puro por encima del mal. El rebelde, que lleva consigo la llave de este futuro de libertad, es el que se ha curado del miedo a la muerte y encuentra en «Teresa» la posibilidad metafísica de amar, o sea, de situarse por encima de los instintos zoológicos de la masa, que son el miedo a la muerte y la confusión aniquiladora entre amor y sexo. Es así como el hombre del porvenir vuelve a las raíces de su origen metafísico.

«Desde que unas porciones de nosotros mismos como la voz o el aspecto físico pueden entrar en unos aparatos y salirse de ellos, nosotros gozamos de algunas de las ventajas de la esclavitud antigua, sin los inconvenientes de aquella», escribe Jünger en Las abejas de cristal. Todo el problema del mal supremo está encerrado en estas palabras. Somos, cada vez más, esclavos felices, desprovistos de libertad, pero cubiertos de comodidades. Basta mover los labios y los tiernos tallos de la trepadora están al alcance de nuestro hambre. Sin embargo, al final de este festín está el espectro de la oveja o del perro de Delibes. La técnica y sus amos tienden a metamorfosearnos en vidas sencillas, no individualizadas, con el fin de mejor manejarnos y de hacernos consumir en cantidades cada vez más enormes los productos de sus máquinas. Creo que nadie ha escrito hasta ahora la novela de la publicidad, pero espero que alguien lo haga un día, basado en el peligro que la misma representa para el género humano, y utilizando la nueva técnica del lenguaje revelador de todos los misterios y de las fuerzas que una palabra representa. Una novela semiológica y epistemológica a la vez, capaz de revelar la otra cara del mal supremo: la conversión del ser humano a la instrumentalidad del consumo, su naufragio y esclavitud por las palabras.

Sería, creo, esclarecedor desde muchos puntos de vista establecer lazos de comparación entre Parábola del náufrago y Rayuela, de Julio Cortázar, en la que el hombre se hunde en la nada por no haber sabido transformar su amor en algo metafísico o por haberlo hecho demasiado tarde y haber aceptado, en un París y luego en un Buenos Aires enfocados como máquinas quemadoras de desperdicios humanos, una línea de vida y convivencia instintual, doblegada por las leyes diría publicitarias de un existencialismo mal entendido, laicizado o sartrianizado, que todo lo lleva hacia la muerte. La tragedia de la vida de hoy, situada entre el deseo de rebelarse y la comodidad de dejarse caer en las trampas de don Abdón y de Zapparoni, trampas técnicas, confortables, o bien literarias, políticas y filosóficas, inconfortables pero multicolores y tentadoras, es una tragedia sin solución y la humanidad la vivirá hasta el fondo, hasta alcanzar la orilla de la destrucción definitiva, donde la espera quizá algún mito engendrador de salvaciones.

-Vintila Horia

Vintila Horia, nacido en Rumanía, diplomático en Roma y Viena, fue prisionero en los campos alemanes de Krummhübel y Maria Pfarr hasta su liberación en 1944. Ganó el premio Goncourt en 1960 por su obra Dios ha nacido en el exilio. Novelista y ensayista, fue profesor de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid hasta su incorporación como Catedrático a la Universidad de Alcalá de Henares.