lunes, 8 de marzo de 2010

Universalidad y no universalidad de los derechos humanos, por Alain de Benoist (tercera parte)


Dar por sentado que sin un reconocimiento explícito de los derechos humanos la vida sería caótica y carecería de sentido -escribe por su parte Raimundo Panikkar - comparte una mentalidad similar a la que sería el sostener que, sin la creencia en un Dios único tal y como la entiende la tradición abráhamica, la vida humana se disolvería en la total anarquía. Bastaría extrapolar un poco más en esta misma dirección para concluir que los ateos, los budistas y los animistas, por ejemplo, deberían considerarse representantes de aberraciones humanas. Es la misma vena: o derechos humanos o caos (12).


Semejante desliz es difícilmente evitable. Desde el momento en que una doctrina o una cultura se creen portadoras de un mensaje «universal», manifiesta una indeclinable propensión a travestir como tales sus valores particulares. Descalifica, así, los valores de los otros, a los que percibe como engañosos, irracionales, imperfectos o simplemente superados. Con la mejor de las buenas conciencias, pues está convencida de hablar en nombre de la verdad, profesa la intolerancia. «Una doctrina universalista ineluctablemente evoluciona hacia fórmulas equivalentes al partido único», diría Lévi-Strauss (13).


En una época en que la diversidad cultural y humana es la última cosa que nutre la ideología económica y de mercado que domina al planeta, la ideología de los derechos reanuda subrepticiamente, así, los antiguos discursos de dominación y de aculturación. Al acompañar la expansión planetaria del mercado, le proporciona el ropaje «humanitario» que le hace falta. Ya no es en nombre de la «verdadera fe», de la «civilización», del «progreso», o incluso del «pesado fardo del hombre blanco», que el Occidente cree estar fundamentado para regentar las prácticas sociales y culturales existentes en el mundo, sino en nombre de la moral encarnada por el derecho. La afirmación de la universalidad de los derechos humanos, en este sentido, no representa más que la convicción de que los valores particulares, los de la civilización occidental moderna, son los valores superiores que deben imponerse en todas partes. El discurso de los derechos permite a Occidente, una vez más, erigirse en juez del género humano.


¿Podría suceder de otra manera? Podemos dudarlo seriamente.


De manera general -decía Raymond Aron- se podría establecer el siguiente dilema: o bien los derechos alcanzan una especie de universalidad porque toleran, gracias a la vaguedad de su forma conceptual, cualquiera institución, o bien porque se cuidan de cualquier precisión y pierden su universalidad (14).


Y concluye: «Los derechos llamados universales no merecen ese calificativo más que a condición de ser formulados en un lenguaje a tal punto vago que pierden cualquier contenido definido» (15).


Refutar la universalidad de la teoría de los derechos no significa, sin embargo, que se tenga que aprobar cualquier práctica política, cultural o social tan solo porque existe.


Reconocer la libre capacidad de los pueblos y de las culturas para darse por sí y para sí mismos las leyes que deseen adoptar, o a conservar las costumbres y las prácticas que son suyas, no significa automáticamente su aprobación; permanece la libertad de juicio, y es solamente la conclusión que se extrae la que puede variar. El mal uso que un individuo o un grupo hace de su libertad conduce a condenar su utilización, no a condenar dicha libertad.


No se trata para nada de adoptar una posición relativista -que es una posición insostenible- sino más bien una posición pluralista. Existe una pluralidad de culturas, y las culturas responden de manera diferente a las aspiraciones que expresan. Algunas de esas respuestas nos pueden parecer a justo título cuestionables. Resulta perfectamente normal condenarlas -y rechazar nosotros mismos su adopción. Faltaría aún admitir también que una sociedad no puede evolucionar en un sentido que nosotros juzgáramos preferible sólo a partir de realidades culturales y de prácticas sociales que no son suyas. Tales respuestas pueden ser igualmente contradictorias. Se debe reconocer, entonces, que no existe una instancia sobresaliente, un punto de vista superior abarcador que permita zanjar dichas contradicciones.


Cuando Joseph de Maistre, en un pasaje que suele citarse, dice que durante su vida se ha encontrado con hombres de todos tipos pero que jamás ha visto al hombre en sí, no niega la existencia de una naturaleza humana. Simplemente afirma que no existe una instancia en que dicha naturaleza se deje aprehender en estado puro, independientemente de su contexto particular: la pertenencia a la humanidad está siempre mediatizada por una cultura o una colectividad. Sería erróneo concluir que la naturaleza humana no existe: que la realidad objetiva sea indisociable de cualquier contexto o de cualquier interpretación no quiere decir que se reduzca a ese contexto; eso no significa otra cosa más que esa única interpretación.


En Frágil humanidad (16), Myriam Revault d'Allonnes ha propuesto una interesante fenomenología del hecho humano, no en el sentido de una construcción de los demás por la esfera de la subjetividad, sino desde una perspectiva relacional que coloca ante todo el «sentido de lo humano» como una capacidad de intercambiar experiencias. La humanidad -dice ella- no es una categoría funcional sino una «disposición a habitar y a compartir el mundo» (17). Podemos llegar a la conclusión de que la humanidad no aparece como un dato unitario sino sobre un fondo común que comparte.


- Alain de Benoist
Traducción de José Antonio Hernández García


No t a s


12 Artículo citado, p. 97.


13 Le regard éloigné, París, Plon, 1983, p. 378.


14 «Pensée sociologique et droits de l'homme», en Etudes politiques, París, Gallimard, 1972, p. 228.


15 Ibid., p. 232.


16 París, Aubier, 2002.


17 Ibid., p. 37.


Desde hace más de treinta años, Alain de Benoist está efectuando un metódico trabajo de reflexión en el ámbito de las ideas. Escritor, periodista, conferenciante, filósofo, ha publicado más de 50 libros y más de 3 mil artículos, actualmente traducidos a unos quince idiomas.
Sus principales campos son la filosofía política y la historia de las ideas, pero también es autor de numerosas obras sobre arqueología, las tradiciones populares, la historia de las religiones o las ciencias de la vida.

Indiferente a las modas ideológicas, rechazando cualquier forma de intolerancia y de extremismo, Alain de Benoist tampoco cultiva ningún tipo de nostalgia «restauracionista». Cuando critica la modernidad, no es en nombre de un pasado idealizado, sino preocupado ante todo por las problemáticas postmodernas. Cuatro son los principales ejes de su pensamiento: 1) la crítica conjunta del individuo-universalismo y del nacionalismo (o del etnocentrismo) como categorías que pertenecen, en ambos casos, a la metafísica de la subjetividad; 2) la deconstrucción sistemática de la razón mercantil, de la axiomática del interés y de las múltiples dominaciones de la Forma-Capital, cuyo despliegue planetario constituye, a su juicio, la principal amenaza que pesa sobre el mundo; 3) la lucha en favor de las autonomías locales, ligada a la defensa de las diferencias y de las identidades colectivas; 4) una decidida toma de posición a favor de un federalismo integral, basado en el principio de la subsidiaridad y de la generalización a partir de la base de las prácticas de la democracia participativa.

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