Los derechos humanos sólo serían universales si
incluyeran el derecho a no creer en el dogma
de la universalidad de los derechos.
-Giuliano Ferrara, Il Foglio, 23 de diciembre de 2002.
La teoría de los derechos humanos se presenta como una teoría válida en todo tiempo y lugar, es decir, como una teoría universal. La universalidad, reputada como inherente para cada individuo entendido como sujeto, representa la medida aplicable a cualquier realidad empírica. Desde esa perspectiva, decir que los derechos son «universales» es otra forma de decir que son absolutamente verdaderos. Al mismo tiempo, sabemos bien que la ideología de los derechos humanos es un producto del pensamiento de las Luces, que la idea misma de derechos humanos pertenece al horizonte específico de la modernidad occidental. La cuestión que surge entonces es saber si el origen estrechamente circunscrito de esta ideología no desmiente implícitamente sus pretensiones de universalidad. Cualquier declaración de derechos, al estar fechada históricamente, ¿no provocaría una tensión o una contradicción entre la contingencia histórica que presidió su elaboración y la exigencia de universalidad que pretende afirmar?
Está claro que la teoría de los derechos, a la vista de todas las culturas humanas, representa una excepción más que la regla -y constituye, incluso, una excepción en el seno de la cultura europea, ya que surgió en un momento determinado y relativamente tardío de la historia de la cultura. Si los derechos están «allí» desde siempre, presentes en la naturaleza misma del hombre, podemos asombrarnos de que solamente una pequeña porción de la humanidad los haya notado, y que haya sido necesario tanto tiempo para advertirlos. ¿Cómo comprender que el carácter universal de los derechos sólo haya parecido «evidente» a una sociedad en particular? ¿Y cómo imaginar que esta sociedad pueda proclamar su carácter universal sin reivindicar, al mismo tiempo, su monopolio histórico, o sea, sin pretender su superioridad ante quienes no lo reconocieron? La universalidad de los derechos se confronta además con esta cuestión planteada así por Raimundo Panikkar: «¿Tiene algún sentido preguntarse si se reúnen las condiciones de universalidad mientras la cuestión misma de la universalidad está lejos de ser una cuestión universal?» (1).
Decir que todos los hombres son titulares de los mismos derechos es una cosa; decir que tales derechos deben ser reconocidos en todos lados bajo la forma en que lo hace la ideología de los derechos, es otra muy distinta. Esto plantea, en efecto, la cuestión de saber quién tiene la autoridad para imponer este punto de vista, cuál es la naturaleza de dicha autoridad y qué es lo que garantiza el buen fundamento de su discurso. En otros términos: ¿quién decide que deba ser así y no de otra manera?
Todas estas cuestiones, que han dado lugar a una considerable literatura, desembocan, a fin de cuentas, en una alternativa simple: si se sostiene que los conceptos constitutivos de la ideología de los derechos humanos son, a pesar de su origen occidental, conceptos verdaderamente universales, habría que demostrarlo. Si se renuncia a su universalidad, se arruina todo el sistema: en efecto, si la noción de derechos es puramente occidental, su universalización a escala planetaria representa, con plena evidencia, una imposición desde fuera, un forma subrepticia de convertir y de dominar, es decir, una continuación del síndrome colonial.
Una primera dificultad aparece ya a nivel del vocabulario. Hasta
La teoría de los derechos humanos postula, además, la existencia de una naturaleza humana universal, independiente de épocas y lugares, que sería susceptible de conocerse por medio de la razón. De dicha aserción, que no le es propia (y que en sí no tiene nada de cuestionable), da una interpretación muy particular que implica una triple separación: entre el hombre y los demás seres vivos (el hombre es el único titular de los derechos naturales); entre el hombre y la sociedad (el ser humano es, fundamentalmente, el individuo; el hecho social no resulta pertinente para conocer su naturaleza); y entre el hombre y el conjunto del cosmos (la naturaleza humana no debe nada al orden general de las cosas). Ahora bien, esta triple escisión no existe en la inmensa mayoría de las culturas no occidentales, comprendidas, por supuesto, las que reconocen la existencia de una naturaleza humana.
El problema choca en particular con el individualismo. En la mayoría de las culturas -como además, hay que recordarlo, en la cultura occidental de los orígenes- el individuo en sí simplemente no es representable. Jamás es concebido como una mónada, escindido de lo que lo une, no solamente a sus semejantes sino a la comunidad de los seres vivos y al universo entero. Las nociones de orden, de justicia y de armonía no se elaboran a partir de él, ni a partir del lugar único que sería el del hombre en el mundo, sino a partir del grupo, de la tradición, de los lazos sociales o de la totalidad de lo real. Hablar de libertad del individuo en sí no tiene, pues, ningún sentido en culturas que se mantienen fundamentalmente holistas y que se rehúsan a concebir al ser humano como un átomo autosuficiente. En estas culturas, la noción de derechos subjetivos está ausente, mientras que es omnipresente la de obligación mutua y la de reciprocidad. El individuo no tiene que hacer valer sus derechos sino obrar para encontrar en el mundo, y en principio en la sociedad a la que pertenece, las condiciones más propicias para la realización de su naturaleza y la excelencia de su ser.
El pensamiento asiático, por ejemplo, se expresa sobre todo mediante el lenguaje de los deberes. La noción moral que sirve de base al pensamiento chino es la de los deberes hacia los demás, no la de los derechos que se le podrían oponer, pues «el mundo de los deberes es, lógicamente, anterior al mundo de los derechos» (5). En la tradición confuciana, que valora la armonía de los seres entre sí y con la naturaleza, el hombre no podría poseer derechos superiores a los de la comunidad a la que pertenece. Los hombres se vinculan entre sí por la reciprocidad de sus deberes y por la obligación mutua. Además, el mundo de los deberes está más extendido que el de los derechos. Mientras que a cada derecho corresponde teóricamente un deber, no es verdad que a cada obligación corresponda un derecho: podemos tener obligaciones hacia algunos hombres de los que no tenemos nada que esperar, así como también hacia la naturaleza y los animales, que no nos deben nada.
Establecer que lo que viene primero no es el individuo sino el grupo no significa en absoluto que el individuo esté «encerrado» en el grupo, sino, más bien, que adquiere su singularidad respecto de una relación social que también es constitutiva de su ser; ello tampoco quiere decir que no exista en todas partes un deseo de escapar al despotismo, a la coerción y a los maltratos. Entre el individuo y el grupo pueden surgir tensiones; eso es algo universal. Lo que sí no es universal es la creencia que establece que el mejor medio para preservar la libertad es concebir, de manera abstracta, a un individuo desprovisto de todas sus características concretas, desligado de todas sus pertenencias naturales y culturales. Existen conflictos en todas las culturas, pero en la mayoría de ellas la visión del mundo que prevalece no es una visión conflictiva (el individuo contra el grupo), sino una visión «cósmica» dirigida hacia el orden y la armonía natural de las cosas. Cada individuo tiene un papel por desempeñar en el conjunto donde se inserta, y el rol del poder político es asegurar, de la mejor manera, dicha coexistencia y dicha armonía, garantía de perennidad. Debido a que el poder es universal aunque las formas que asuma no lo sean, el deseo de libertad también es universal, mientras que las formas de responder a ese deseo pueden variar considerablemente.
No t a s
1 «La notion des droits de l'homme est-elle un concept occidental?», en: Diogène, París, octubre-diciembre de 1982, p. 88.
2 Ibid., p. 98.
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